Grandes Sueños::.. Servicios Médicos La Merced

En segundo año de carrera, mientras el papá de su mejor amiga le regalaba a su engreída el consultorio en el que ella podría hacerse dentista, en casa, a Miriam Mazgo le anunciaban que tendría que dejar la universidad. Ya no tenían cómo seguir pagándole los estudios.

Lustros después, Miriam reconoce que entonces tuvo un ángel de la guarda. Uno que le secó las lágrimas, pero que, sobre todo, la animó a actuar (claro, siempre y cuando fuese cierto que ella quería hacerse odontóloga). Para ello, primero tuvo que vencer un escollo genético: el orgullo.

¿Es cierto que cuando se molesta sus empleados tiemblan?
(Ríe)... Sí, lo que pasa es que aún no sé controlar mi carácter... Yo trato de que las cosas me salgan perfectas. Soy muy exigente.

¿Será que solo usted sabe cuánto le ha costado forjar esto
Probablemente, porque me han pasado tantas cosas... A veces pienso que no valoran, pero también soy consciente de que ellos dan de sí, y bastante; porque si no fuera por ellos, ¡qué sería de esto!

¿Sus empleados saben que tuvo que dejar la universidad en el segundo año porque no había dinero en casa?
No, no les he contado...

Entonces tampoco saben que dejó la universidad y que se puso a vender cebollas para poder retomar su carrera.
Tampoco. Yo me iba a Nasca todos los veranos a vender en el mercado. Todos los años. Sino, ¡cómo iba a sostenerme el resto del año! Además tenía un amigo, él me ayudaba, ¡me daba hasta para mis pasajes! A él le debo un montón, él es el pilar de esto... Siempre se lo digo.

Él era su enamorado.
Sí, estuvimos casi todo el tiempo que duró la universidad. Gracias a Dios lo tuve a mi lado, fue como mi ángel de la guarda. De no haber sido por él, ¿qué habría sido de mí? Porque ¿quién te presta dinero así nomás? Solo una persona que te valora mucho...

¿Cuánto tiempo tuvo que dejar los estudios?
Dejaba un año y al siguiente retomaba, dejaba y retomaba; pero cuando me tocó presentar la tesis, tuve que dejar como cuatro años. Entonces dije: ¿qué hago? Justo en ese momento una amiga tuvo un problema amoroso, y como se sentía mal, su papá --que tenía plata-- la mandó de viaje a Italia. Ella me llamó: Miriam, te alquilo mi consultorio. ¿A cuánto? Doscientos dólares mensuales. ¡De dónde 'michi' los iba yo a sacar!

Esa era la amiga a la que las demás chicas de la facultad consideraban una odiosa. Pese a ello, usted se hizo amiga suya.
Así es. Hasta mi enamorado me decía: "¡Cómo es posible que te juntes con ella!" (Ríe)...

Y la odiosa se terminó convirtiendo...
¡En el otro pilar de todo lo que vino después! Ella estaba desesperada, no tenía a quién dejarle su consultorio, pero, ¿200 dólares? ¡Yo con las justas tenía para comer!

Dígame: cuando se enteró de que en casa no había dinero y que tendría que dejar la universidad, ¿qué sintió?
Impotencia, y peor cuando mis colegas comenzaron a sacar su cartón. ¿Y yo? ¡Cuándo!

Su salida fue vender cebollas.
¡Es que el consultorio no me daba! Yo me venía desde Carabayllo (hasta Vitarte, hasta la Carretera Central), ¡imagínate a qué hora tenía que salir de mi casa! Hablé con mis padres, pero no me podían apoyar. No tenían.

¿Los llegó a odiar?
No tanto... Mi enamorado me habló, fue por él que asumí el reto y tomé el consultorio de mi amiga. Y como yo tenía a mis abuelos en Nasca y ellos tenían su chacra, pero no sabían cómo vender sus productos, yo qué hice: con lo poco que juntaba me iba allá, contrataba camiones y los llenaba con lo que hubiera --cebollas, papas-- y los llevaba al mercado de Nasca; y si ahí no vendía, me iba al mercado de Marcona. Recuerdo que entonces yo me decía: ay, ¿cómo puedo estar metida en esto? Pero eso me hizo valorar más, ¡me hizo querer sacar con más ganas mi cartón!

Usted era casi una odontóloga...
¡Y tenía que transformarme!, vestirme como ellas, como verdulera. Me tuve que acostumbrar, ¡tenía que vender!

Le daba vergüenza.
Quizá, pero eso también se convirtió en un estímulo. Me ponía a pensar: ¡qué importante es el estudio!

Hoy, Vitarte, esta zona de la Carretera Central en la que trabaja es un emporio de clínicas dentales.
¡Ahora!

¿Cómo era en 1991, cuando usted empezó?
Solo había un doctor. En ese entonces, cada mes con las justas juntaba cien dólares, y con eso yo quería comprar mis materiales, mis cosas, ¡porque todo lo que tenía era de mi amiga! No me quedó otra que sincerarme con la dueña del local, así supe que ella --a mi amiga-- le cobraba solo 50 dólares. Le conté cuál era mi situación y me entendió. Ella creía que yo tenía plata como mi amiga. No, señora, --le dije-- la procesión va por dentro (ríe)... Y me permitió que viviese en su local (en el consultorio). Así podría trabajar más tiempo. Y ya, pues, cada noche, para dormir sacaba mi petate; porque en mi casa, mi cama estaba que se caía a pedazos (ríe)...

Hoy es dueña de cuatro clínicas y un laboratorio dental. ¿Cómo se siente?
Bien, pero todavía siento que me falta.

¿Qué le falta? ¡Mire todo lo que ha logrado!
Sí, pues, pero siempre siento que tengo que dar más, todavía.

Pese a ser la dueña, una empresaria, sigue atendiendo.
Claro, porque los pacientes a los que conozco quieren que yo los atienda. Mi meta es hacer una maestría en rehabilitación. También quiero conseguir que --estando o no aquí-- esto funcione.

Usted trabaja 12 horas al día.
Sí, todos los días. Yo no paro, el tiempo se me agota, ¡no lo siento! Cuando me doy cuenta, son las 3 p.m. ¡Uy, tengo que almorzar! (ríe)... Es gracias a esto, a mi esfuerzo, que me he podido comprar mis cosas. Ahora quiero otro local propio. Ahora los bancos me abren las puertas, ¡ahora me llaman!

Ha salido de abajo, trabaja 12 horas: es comprensible que se amargue cuando algo falla en cualquiera de sus clínicas.
Quizá, pero también sé que debo dar más de mí... Trabajar con recursos humanos es difícil. Mis profesores de ESÁN siempre me decían: personal que no te evita problemas y que no te genera negocio, de nada te sirve.

¿Qué ha sido del enamorado que la apoyó cuando estaba en la universidad?
Sigue soltero (ríe)... Siempre nos comunicamos, siempre estamos consultándonos cosas. Él ahora es un empresario, tiene su negocio en Yungay: tiene un hotel y también su consultorio, pero me dice: en el fondo, me hubiera gustado hacer las cosas como tú.

Usted es divorciada. ¿Qué pasó? ¿Su pareja no iba a su ritmo?
Un doctor decía que yo iba como un jet y él como una carreta (ríe)... Ni hablar, me decía: tienen que ir los dos a la par o, en todo caso, tendrías que quererlo mucho.

Hoy, ¿qué es lo que más quiere?
Quiero que Clínica Dental La Merced sea reconocida en el cono oeste. Quiero que se sepa que es una clínica de confianza, de calidad; que se sepa que aquí se pueden atender tan bien como en Miraflores o en San Isidro.

Cuando empezó, en esta calle había un solo dentista. Hoy...
¡Yo misma he creado al monstruo! Aquí, la mayoría ha trabajado conmigo. Luego se han ido abriendo por su cuenta. De haber hecho yo que se queden conmigo, que se convirtieran en mis socios para crecer juntos, quizá hoy esta sería una superclínica. Pero entonces yo no tenía la orientación que ahora tengo, yo trabajaba nomás y, cada vez que se hacía necesario, alquilaba más ambientes, ponía más sillones de atención... Por eso ahora les digo a mis doctores: hagan bien su trabajo, los días que no vienen prepárense, asistan a cursos...

Sus padres no pudieron pagarle la universidad. Hoy que usted ha logrado esto, ¿qué dicen?
Se ponen celosos... Mi papá me dio hasta donde pudo, mi mamá también. Yo no soy muy expresiva, de repente por ellos... Ellos no me dicen nada, quizá por orgullo. Pero ellos también tienen parte en esto... De repente, el que ellos sean parcos hizo que yo fuera una hormiguita trabajadora.

Nombre: Miriam Mercedes Mazgo Arias.
Estudios: Odontóloga de la Universidad Particular San Martín de Porres.
Cargo: Gerenta general y propietaria de Servicios Médicos La Merced.

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